Recuerdo de José Antonio Labordeta, por Federico Jiménez Losantos
A continuación se reproduce el prólogo del libro "Tierra sin mar" (Xordica Editorial) de José Antonio Labordeta, fallecido en la madrugada de este domingo a causa de un cáncer de próstata a los 75 años. El prólogo está titulado "Recuerdo de José Antonio Labordeta". Su autor: Federico Jiménez Losantos.
Federico Jiménez Losantos, con 15 años, y su profesor José Antonio Labordeta | Archivo privado
Grato es de leer el tal recuerdo, sobre todo teniendo en cuenta de quien viene y a quien va. Ello me indica que se refiere a dos personas que aman España, aunque desde posturas diferentes, que no antagónicas. Descanse en paz Labordeta, creo que hemos perdido un buen aragonés y en esto estamos ayunos, por lo que le vamos a echar mucho en falta.
Me ha emocionado mucho leer estos artículos, apuntes, ensayos o discursos breves de José Antonio Labordeta. Me emociona también tener la oportunidad de comentarlos. Labordeta –vamos a llamarlo así, sin desdoro del gran Miguel, su hermano y maestro- forma parte de una época inolvidable de mi vida y de la de cualquiera: la adolescencia, el paso de la niñez a ese terreno movedizo que algunos llaman edad adulta, otros madurez y otros, simplemente, la niñez perdida. Entre estos últimos suelen contarse los especímenes líricos, y por tanto, Labordeta. En este libro se ve, mejor que en cualquier otro desde "Las Sonatas", cómo una serie de imágenes, de vivencias infantiles se sobreponen a la realidad, por buena o mala que ésta sea, y cómo también esas vivencias primeras o primerizas no son ni buenas ni malas, simplemente son. Pero lo son de tal modo, con tal fuerza, que sobreviven a la prueba del tiempo, de las ideas, de la política y hasta de la muerte misma.
Siendo un escritor de temperamento elegíaco –lo épico de sus canciones es siempre elegíaco, con más o menos entusiasmo en la profecía, véanse el Canto a la libertad y Aragón-, Labordeta conserva siempre un reducto propio, minúsculo pero imantado, al que van a parar todas sus reflexiones sobre el tiempo. Está contado aquí, en las mejores páginas del libro, cuando nos habla del niño asomado a la ventana y viendo el incesante tráfago del Mercado, asombrado por la interminable multiplicidad de las cosas que los humanos son capaces de acarrear en la vida, cuando, generalmente, la vida le parece al poeta sólo la posibilidad de pensar su fin, de meditar sobre la muerte. Pero sobre este hecho de razón se alza la memoria cautiva de unos años sombríos y al tiempo soleados, de una tristeza en el aire purificada por los pulmones de un niño que todo lo cura con sus ojos abiertos.
Pasan los años, a veces pasan años sin vernos, pero sigo sabiendo de él y de sus cosas, y cuando a veces me pregunto: "¿pero por qué demonios dirá esto, firmará aquello, se meterá en esta candidatura política y se juntará con tan malas compañías?", finalmente vuelvo a ese niño que Labordeta guarda y exhibe siempre, el que mira al Mercado, el que va a Belchite, el que contempla los estragos de la guerra y el luminoso disparate de la literatura zaragozana –perdón, de la literatura que se hace en Zaragoza- durante la larga noche que siguió al Acontecimiento, al Hecho, a eso que Miguel Labordeta definió así: "eran siglos podridos reventando" y que en la noche nada epilírica, más bien tragilírica, del alcohol, los deseos (todos los deseos) prohibidos y los amaneceres yertos de esa generación de buenos, de excelentes poetas termina siempre por aparecer: la Guerra Civil. Cuando veo alguna cosa de José Antonio en política que no comprendo, recuerdo esos años bohemios, perseguidos y apremiados por un fantasma político, y digo: bueno, otra vez la Guerra. Entonces recuerdo –cito de memoria- otro verso, o dos versos: "... los viejos proletarios del barrio de San Pablo/han quedado en silencio.", y hasta acabo alegrándome de mi primera consternación, porque eso significa que José Antonio sigue siendo, sigue estando, hasta donde uno puede ser y estar, donde lo conocí, hace de eso veintimuchos años. Saber que Labordeta sigue ahí es hoy para mí algo parecido a lo que le pasa a él con algunas calles, pueblos, plazas y rincones, que habiendo sido reales han pasado a mejor vida, a mejor realidad en la memoria.
Cuando conocí por primera vez a Labordeta tenía catorce años y cuando empecé a tratarlo, y más que tratarlo, a quererlo, a admirarlo, quince. Fue en el Instituto de Teruel, y luego en el recién fundado Colegio Menor "San Pablo" al que nos trasladamos en bloque todos los becarios del "General Pizarro", ávidos de la libertad y, por qué no decirlo, de la novedad que aquellos profesores jóvenes traían de golpe a nuestras vidas. En el Instituto reinaba Eduardo Valdivia; en el Colegio, su dueño y fundador benevolente, Florencio Navarrete; y en ámbitos más eclesiales, o entre eclesiales, editoriales y políticos, Eloy Fernández Clemente; pero los que realmente se llevan el gato al agua eran Labordeta y Pepe Sanchís Sinisterra, dos tipos absolutamente diferentes que resultaron complementarios. Había otros muchos profesores de entonces realmente maravillosos, desde Amparo Benaches, que me perdonaba las horribles láminas de dibujo que yo perpetraba para que no perdiera la beca o manchase mi expediente, hasta los de Religión o Política, que eran unos pedazos de pan, o Marie-Claude Grelier, de francés, a la que rendimos blanca devoción desde los doce años. Era aquel un centro absolutamente disparatado, donde coincidían en una misma cátedra, la de Química, una víctima del Gulag y un maoísta de Valencia. A mediados de los sesenta, Teruel era lo más progre de España, lo que pasa es que España no se daba cuenta. Y Teruel, tampoco.
Con Labordeta y Sanchís como motores y agitadores, la verdad es que a los quince años hacíamos cosas que sólo se veían en las películas, por ejemplo, tomar el té en casa de los profesores –recuerdo la primera tarde y lo guapísima que estaba Juana-. También hacíamos teatro, y unas obras las dirigía Sanchís y otras Labordeta. El hoy famoso pintor Gonzalo Tena bordó un Shylock imponente en el teatro Marín, y yo me tuve que conformar con un papel pequeñito en "La zapatera prodigiosa", donde Mari Carmen Magallón, la chica que todo lo hacía bien, excepto darse cuenta de que yo existía, era la zapatera sandunguera. Con aquella obra llegamos a la final nacional de Teatro Juvenil, en Orense, que creo se llevó el grupo "Esperpento" dirigido por Alfonso Guerra. Naturalmente, con trampas, porque eran todos universitarios, o sea, viejísimos, y nosotros no pasábamos de los quince o dieciséis. Luego niegan algunos que la historia es maestra de la vida. ¡Y la vida de la historia!
Hablo de teatro porque cada uno de aquellos años estuvo marcado por una obra o dos, pero también podría hacerlo del Colegio, de cómo daba clases de Historia del Arte Labordeta y su diferencia con las de Literatura de Sanchís. Sin embargo, puesto que en este libro se alude a ello, contaré algunos detalles sobre el nacimiento de la Canción Aragonesa, que tuvo lugar allí, en Teruel, en aquellos años.
Todos sabíamos que Labordeta tocaba la guitarra y tenía buena voz –era lo que faltaba para que todas las niñas se pirrasen por él, monógamo impertérrito-, así que en la fiesta de fin de año del "San Pablo", por instigación secreta de Sanchís, yo, que presentaba la función le invité por sorpresa a deleitarnos. Y lo hizo, pero cantando un corrido mexicano: "Cucurrucucú Paloma".
Sin embargo, ya estaba componiendo lo que sería su primer disco: "Los leñeros", "Las arcillas", "Dónde se van". Y tan pronto oyeron Joaquín Carbonell y Cesáreo Hernández, que eran los que tocaban también la guitarra, al maestro convertido en cantautor, se lanzaron a cantar y a componer, entonces como dúo y, luego, Joaquín en solitario.
La primera vez que cantaron todos juntos fue en Torrebaja, el pueblo de Cesáreo, donde hicimos unos entremeses de Cervantes de lo más aparente –yo hacía un papel cómico en "La guarda cuidadosa", peleando con un soldado enorme con un palo y un calcetín, pes a lo cual conseguía el amor de la hermosa Pilar Navarrete, que en la vida real disfrutaba Joaquín- y como segunda parte, los grandes estrenos musicales de José Antonio Labordeta y Cesáreo y Joaquín, o Joaquín y César. Labordeta cantaba "Las arcillas" y se hacía un silencio sepulcral. Luego Cesáreo cantaba una versión fabulosa del "Arbolé", de García Lorca, y la gente se derretía. Carbonell, que era el mayor de nosotros, cuando no le bastaba la vena satírica era muy capaz de imitar a Peret con asombrosa perfección, aunque esto, como lo de Labordeta cantando rancheras, tal vez resulte hoy demasiado desmitificador.
Allí también, en Teruel, se pergeñó "Andalán", aunque su realización fuera zaragozana, con Eloy como contramaestre, quitaestorbos y, sobre todo, dinamizador político de un grupo en el que Labordeta invariablemente ponía la nota escéptica. Cuando habla aquí de la IDA, la Izquierda Depresiva Aragonesa, puedo dar fe de que no miente. Por eso es el perfecto "compañero de viaje": porque duda del destino pero le gusta la compañía, a pesar del tren.
La devoción de Labordeta por el PCE nace de aquella reminiscencia lírica del proletariado de anteguerra y de su afecto a Vicente Cazcarra, encarcelado por su pertenencia al Partido y al que nos recordaba cuando se ponía confidencial. Es curioso que, precisamente por su influencia intelectual y la de Pepe Sanchís, yo empezara a trabajar con el PCE nada más llegar a la Universidad, donde me captó una mujer encantadora, Elena, cortazarina empedernida, que me llevaba plum-cake a casa para desayunar y así sacarme de la cama y llevarme a las asambleas, manifestaciones o lo que fuese. En cambio creo que Labordeta no llegó nunca a tener carnet, cuando su mayor compromiso era precisamente la admiración, o aquella juvenil y dolorosa compasión ante la represión y el sacrificio.
La única actividad clandestina en que la recuerdo fue una noche, por cierto gélida, en que transportamos un centenar o dos de ejemplares de su libro-disco "Cantar y callar" en una furgoneta a un local que servía de almacén clandestino al PCE, que los distribuía luego en sus células a precio de amigo. Era el año 70, si no recuerdo mal, cuando le dieron el traslado a Zaragoza y yo hacía segundo de comunes. No puedo decir que lo veía mucho o que me prestaba libros; la realidad era que, a cambio de una antología de poesía aragonesa que nunca vio la luz, saqueé su biblioteca casi a diario. ¿Cómo se paga eso al cabo de los años? En Sanchís yo tenía dirección, formación, Umberto Eco –el de Obra Abierta, claro-, Goldman, Lukacs, Arnold Hauser, Engels, Freud, Wilhem Reich; en Labordeta tenía café con leche y Proust, Joyce, Torrente Ballester, Juan Rulfo, Cortázar, Borges, César Vallejo, ay, Tricle, León Felipe, los surrealistas –empezando por su hermano Miguel, que acababa de morir-, y si nos atardecía, coñac.
Enseguida Labordeta se hizo famoso, y más tarde, también yo. Dejamos de vernos, la última vez fue en Madrid, en una manifestación bajo la lluvia. Pero entre los quince y veinte años fue una de las personas más importantes de mi vida. Yo había perdido mi padre a los dieciséis. Calcúlese la devoción.
Lean, lean ustedes, olvidando mi parcialidad, este libro. Si les gusta la mitad que a mi, les gustará muchísimo.
Siendo un escritor de temperamento elegíaco –lo épico de sus canciones es siempre elegíaco, con más o menos entusiasmo en la profecía, véanse el Canto a la libertad y Aragón-, Labordeta conserva siempre un reducto propio, minúsculo pero imantado, al que van a parar todas sus reflexiones sobre el tiempo. Está contado aquí, en las mejores páginas del libro, cuando nos habla del niño asomado a la ventana y viendo el incesante tráfago del Mercado, asombrado por la interminable multiplicidad de las cosas que los humanos son capaces de acarrear en la vida, cuando, generalmente, la vida le parece al poeta sólo la posibilidad de pensar su fin, de meditar sobre la muerte. Pero sobre este hecho de razón se alza la memoria cautiva de unos años sombríos y al tiempo soleados, de una tristeza en el aire purificada por los pulmones de un niño que todo lo cura con sus ojos abiertos.
Pasan los años, a veces pasan años sin vernos, pero sigo sabiendo de él y de sus cosas, y cuando a veces me pregunto: "¿pero por qué demonios dirá esto, firmará aquello, se meterá en esta candidatura política y se juntará con tan malas compañías?", finalmente vuelvo a ese niño que Labordeta guarda y exhibe siempre, el que mira al Mercado, el que va a Belchite, el que contempla los estragos de la guerra y el luminoso disparate de la literatura zaragozana –perdón, de la literatura que se hace en Zaragoza- durante la larga noche que siguió al Acontecimiento, al Hecho, a eso que Miguel Labordeta definió así: "eran siglos podridos reventando" y que en la noche nada epilírica, más bien tragilírica, del alcohol, los deseos (todos los deseos) prohibidos y los amaneceres yertos de esa generación de buenos, de excelentes poetas termina siempre por aparecer: la Guerra Civil. Cuando veo alguna cosa de José Antonio en política que no comprendo, recuerdo esos años bohemios, perseguidos y apremiados por un fantasma político, y digo: bueno, otra vez la Guerra. Entonces recuerdo –cito de memoria- otro verso, o dos versos: "... los viejos proletarios del barrio de San Pablo/han quedado en silencio.", y hasta acabo alegrándome de mi primera consternación, porque eso significa que José Antonio sigue siendo, sigue estando, hasta donde uno puede ser y estar, donde lo conocí, hace de eso veintimuchos años. Saber que Labordeta sigue ahí es hoy para mí algo parecido a lo que le pasa a él con algunas calles, pueblos, plazas y rincones, que habiendo sido reales han pasado a mejor vida, a mejor realidad en la memoria.
Cuando conocí por primera vez a Labordeta tenía catorce años y cuando empecé a tratarlo, y más que tratarlo, a quererlo, a admirarlo, quince. Fue en el Instituto de Teruel, y luego en el recién fundado Colegio Menor "San Pablo" al que nos trasladamos en bloque todos los becarios del "General Pizarro", ávidos de la libertad y, por qué no decirlo, de la novedad que aquellos profesores jóvenes traían de golpe a nuestras vidas. En el Instituto reinaba Eduardo Valdivia; en el Colegio, su dueño y fundador benevolente, Florencio Navarrete; y en ámbitos más eclesiales, o entre eclesiales, editoriales y políticos, Eloy Fernández Clemente; pero los que realmente se llevan el gato al agua eran Labordeta y Pepe Sanchís Sinisterra, dos tipos absolutamente diferentes que resultaron complementarios. Había otros muchos profesores de entonces realmente maravillosos, desde Amparo Benaches, que me perdonaba las horribles láminas de dibujo que yo perpetraba para que no perdiera la beca o manchase mi expediente, hasta los de Religión o Política, que eran unos pedazos de pan, o Marie-Claude Grelier, de francés, a la que rendimos blanca devoción desde los doce años. Era aquel un centro absolutamente disparatado, donde coincidían en una misma cátedra, la de Química, una víctima del Gulag y un maoísta de Valencia. A mediados de los sesenta, Teruel era lo más progre de España, lo que pasa es que España no se daba cuenta. Y Teruel, tampoco.
Con Labordeta y Sanchís como motores y agitadores, la verdad es que a los quince años hacíamos cosas que sólo se veían en las películas, por ejemplo, tomar el té en casa de los profesores –recuerdo la primera tarde y lo guapísima que estaba Juana-. También hacíamos teatro, y unas obras las dirigía Sanchís y otras Labordeta. El hoy famoso pintor Gonzalo Tena bordó un Shylock imponente en el teatro Marín, y yo me tuve que conformar con un papel pequeñito en "La zapatera prodigiosa", donde Mari Carmen Magallón, la chica que todo lo hacía bien, excepto darse cuenta de que yo existía, era la zapatera sandunguera. Con aquella obra llegamos a la final nacional de Teatro Juvenil, en Orense, que creo se llevó el grupo "Esperpento" dirigido por Alfonso Guerra. Naturalmente, con trampas, porque eran todos universitarios, o sea, viejísimos, y nosotros no pasábamos de los quince o dieciséis. Luego niegan algunos que la historia es maestra de la vida. ¡Y la vida de la historia!
- FOTO: El primitivo Grupo de Teruel. De izquierda a derecha: Joaquín Carbonell, Fernando Sarrais, José Antonio Labordeta, Mari Carmen Magallón y Federico Jiménez Losantos. | Archivo Privado
Hablo de teatro porque cada uno de aquellos años estuvo marcado por una obra o dos, pero también podría hacerlo del Colegio, de cómo daba clases de Historia del Arte Labordeta y su diferencia con las de Literatura de Sanchís. Sin embargo, puesto que en este libro se alude a ello, contaré algunos detalles sobre el nacimiento de la Canción Aragonesa, que tuvo lugar allí, en Teruel, en aquellos años.
Todos sabíamos que Labordeta tocaba la guitarra y tenía buena voz –era lo que faltaba para que todas las niñas se pirrasen por él, monógamo impertérrito-, así que en la fiesta de fin de año del "San Pablo", por instigación secreta de Sanchís, yo, que presentaba la función le invité por sorpresa a deleitarnos. Y lo hizo, pero cantando un corrido mexicano: "Cucurrucucú Paloma".
Sin embargo, ya estaba componiendo lo que sería su primer disco: "Los leñeros", "Las arcillas", "Dónde se van". Y tan pronto oyeron Joaquín Carbonell y Cesáreo Hernández, que eran los que tocaban también la guitarra, al maestro convertido en cantautor, se lanzaron a cantar y a componer, entonces como dúo y, luego, Joaquín en solitario.
La primera vez que cantaron todos juntos fue en Torrebaja, el pueblo de Cesáreo, donde hicimos unos entremeses de Cervantes de lo más aparente –yo hacía un papel cómico en "La guarda cuidadosa", peleando con un soldado enorme con un palo y un calcetín, pes a lo cual conseguía el amor de la hermosa Pilar Navarrete, que en la vida real disfrutaba Joaquín- y como segunda parte, los grandes estrenos musicales de José Antonio Labordeta y Cesáreo y Joaquín, o Joaquín y César. Labordeta cantaba "Las arcillas" y se hacía un silencio sepulcral. Luego Cesáreo cantaba una versión fabulosa del "Arbolé", de García Lorca, y la gente se derretía. Carbonell, que era el mayor de nosotros, cuando no le bastaba la vena satírica era muy capaz de imitar a Peret con asombrosa perfección, aunque esto, como lo de Labordeta cantando rancheras, tal vez resulte hoy demasiado desmitificador.
- FOTO: Dedicatoria para Federico Jiménez Losantos de José Antonio Labordeta sobre la primera página del libro "Con la voz a cuestas" (Ed. Los libros de la frontera). La dedicatoria dice: "Para Federico que también ha andado conmigo con la voz a cuestas. Un gran abrazo José Antonio Labordeta".
Allí también, en Teruel, se pergeñó "Andalán", aunque su realización fuera zaragozana, con Eloy como contramaestre, quitaestorbos y, sobre todo, dinamizador político de un grupo en el que Labordeta invariablemente ponía la nota escéptica. Cuando habla aquí de la IDA, la Izquierda Depresiva Aragonesa, puedo dar fe de que no miente. Por eso es el perfecto "compañero de viaje": porque duda del destino pero le gusta la compañía, a pesar del tren.
La devoción de Labordeta por el PCE nace de aquella reminiscencia lírica del proletariado de anteguerra y de su afecto a Vicente Cazcarra, encarcelado por su pertenencia al Partido y al que nos recordaba cuando se ponía confidencial. Es curioso que, precisamente por su influencia intelectual y la de Pepe Sanchís, yo empezara a trabajar con el PCE nada más llegar a la Universidad, donde me captó una mujer encantadora, Elena, cortazarina empedernida, que me llevaba plum-cake a casa para desayunar y así sacarme de la cama y llevarme a las asambleas, manifestaciones o lo que fuese. En cambio creo que Labordeta no llegó nunca a tener carnet, cuando su mayor compromiso era precisamente la admiración, o aquella juvenil y dolorosa compasión ante la represión y el sacrificio.
La única actividad clandestina en que la recuerdo fue una noche, por cierto gélida, en que transportamos un centenar o dos de ejemplares de su libro-disco "Cantar y callar" en una furgoneta a un local que servía de almacén clandestino al PCE, que los distribuía luego en sus células a precio de amigo. Era el año 70, si no recuerdo mal, cuando le dieron el traslado a Zaragoza y yo hacía segundo de comunes. No puedo decir que lo veía mucho o que me prestaba libros; la realidad era que, a cambio de una antología de poesía aragonesa que nunca vio la luz, saqueé su biblioteca casi a diario. ¿Cómo se paga eso al cabo de los años? En Sanchís yo tenía dirección, formación, Umberto Eco –el de Obra Abierta, claro-, Goldman, Lukacs, Arnold Hauser, Engels, Freud, Wilhem Reich; en Labordeta tenía café con leche y Proust, Joyce, Torrente Ballester, Juan Rulfo, Cortázar, Borges, César Vallejo, ay, Tricle, León Felipe, los surrealistas –empezando por su hermano Miguel, que acababa de morir-, y si nos atardecía, coñac.
Enseguida Labordeta se hizo famoso, y más tarde, también yo. Dejamos de vernos, la última vez fue en Madrid, en una manifestación bajo la lluvia. Pero entre los quince y veinte años fue una de las personas más importantes de mi vida. Yo había perdido mi padre a los dieciséis. Calcúlese la devoción.
Lean, lean ustedes, olvidando mi parcialidad, este libro. Si les gusta la mitad que a mi, les gustará muchísimo.
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