A menudo la gente me pregunta quiénes han sido los individuos más interesantes de los cientos de personajes famosos que he entrevistado, y siempre contesto lo mismo: salvo excepciones, los tipos anónimos son mucho más atractivos que los importantes. Ahí, en la realidad de cada día, es donde surge la veracidad, la intensidad, el talento. Incluso el heroísmo. Es el caso de Manuel González, por ejemplo. Manuel, que tiene hasta un nombre con vocación de anonimato (es tan común que resulta difícilmente memorable), fue el rescatador chileno que descendió el primero en la cápsula Fénix II hasta encontrarse con los 33 hombres atrapados debajo del desierto de Atacama. Tiene 46 años, es un experto en perforación vertical y lleva doce años trabajando como rescatador de mineros. Seguro que en ese tiempo ha pasado por momentos angustiosos y peligrosos. Por trances quizá más duros que este último. Pero, claro, no tenía a medio planeta contemplando su proeza en directo.
En cualquier caso, ese hombre modesto descendió el primero, probó la viabilidad de la cápsula con su propia vida, se quedó ahí abajo durante 25 horas y, lo que todavía me parece más angustioso, salió el último. Héroe es aquel que hace lo que debe en una situación ante la que la mayoría de las personas encontrarían excusas razonables para no hacerlo. Por eso el héroe de verdad ni se da cuenta de que lo es: solo cumple con el papel que le ha tocado. Cuando Manuel González llegó abajo y se reunió por fin con los mineros, el planeta entero esperaba con avidez mitómana sus primeras palabras. Y lo que dijo fue: “Estoy feliz de la vida, pero cagao de calor”. Ah, qué pequeños son los héroes de verdad: y es justamente esa pequeñez lo que los hace grandes. Se preguntarán qué tiene que ver todo esto con los birriosos mofletes de goma de Berlusconi. Pues verán, a mí me parece que bastante. Entre esos dirigentes tan famosos y esos rescatadores usualmente ignorados que se meten en las tripas de las minas, me parece atisbar una línea metafórica que define la condición humana. Arriba, en lo alto, la artificialidad y la impostura. Abajo, en los subterráneos cotidianos, la autenticidad de lo real. Cuando el pomposo fingimiento de los diversos Berlusconis me llena de desaliento, pensar en los Manolos cagaos de calor que hay en el mundo me hace recordar dónde está la vida.
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