Hay que recortar el gasto público. Así lo dispone Europa, así lo ha aceptado el Gobierno de Zapatero. Sin embargo, son insuficientes los mecanismos jurídicos para obligar a las comunidades autónomas a disminuir el gasto. El Consejo de Política Fiscal y Financiera, en el que participan el Gobierno y los ejecutivos de las comunidades, no es el más adecuado. Pero quien ha de hacer frente a las obligaciones exteriores, quien es responsable ante los demás estados y ante la Unión Europea, es el Estado español y el Gobierno que está a su frente. Este problema, nada menor en estos momentos, permite ver lo errónea que ha sido la política autonómica durante los últimos diez años. Veamos. Durante veinte años, desde 1980 hasta el año 2000, en España se hizo un enorme esfuerzo de descentralización política. Hay muy pocos precedentes en la historia, si es que hay alguno, de un proceso en el cual se haya pasado con tanta rapidez y eficacia desde un Estado tan hipercentralizado como el español a un Estado compuesto por unos entes territoriales como son las comunidades autónomas dotados con tantas competencias, es decir, con tanto poder político. En dos grandes oleadas, la que empezó durante los años ochenta con los primeros estatutos del más alto nivel competencial y la que transcurrió durante la década de los noventa tras los pactos autonómicos de 1992, España se convirtió en uno de los estados políticamente más descentralizados del mundo, mucho más que algunos denominados federales en sus constituciones. ¿Cuál debía ser el paso siguiente para culminar esta descentralización, esta multiplicación de centros de poder que era el Estado de las autonomías? El siguiente paso consistía en establecer mecanismos de integración, es decir, de participación de las comunidades en la voluntad estatal, de cooperación entre estas comunidades y la Administración del Estado. Aznar ya debía haber empezado a llevarlo a cabo en su segundo mandato, pero se obsesionó en recentralizar el Estado, en fortalecer las instituciones estatales sin la debida integración en su seno de las comunidades autónomas. Integrar no es centralizar, sino ensamblar las distintas piezas de un Estado para que funcionen todas ellas con la máxima eficacia. En efecto, el principal objetivo de todo Estado es ser eficaz, es decir, cumplir los objetivos que figuran en la Constitución –especialmente la mayor libertad e igualdad de sus ciudadanos, la garantía de sus derechos y deberes– al menor coste posible. En definitiva, respetar al máximo la libertad individual y hacer que esta sea efectiva en la misma medida para todos. Aznar cumplió al acabar la descentralización pero no procedió a la integración. Al contrario, frenó el proceso, no se atrevió a culminarlo. La culminación debía consistir en completar su federalización, en crear los órganos y los mecanismos para perfilar definitivamente el Estado autonómico como Estado federal: un Senado adecuado a tal efecto, procedimientos de cooperación entre instituciones, una conferencia de presidentes, la reforma de las diversas administraciones. Zapatero accedió a la presidencia del Gobierno con un programa en el que estaban todos estos objetivos. Jordi Sevilla, el ministro de Administraciones Públicas de su primer gabinete, intentó desarrollarlo, pero no pudo, al quedar Zapatero atrapado en el proceso de elaboración del Estatut de Catalunya, que iba en sentido contrario al federalismo. Para configurar una mayoría parlamentaria que le permitiera gobernar, dio su apoyo a los partidos del tripartito catalán comprometidos con el nuevo estatuto y, posteriormente, buscó el apoyo de CiU. Embarcado en esta dinámica –que todavía no ha terminado–, Zapatero olvidó su programa, aprobado en Santillana del Mar en septiembre del 2003, que hubiera completado la construcción del Estado autonómico en un sentido federal. Ahora debe lamentar haber tomado una senda equivocada. Con un diseño federal, con instituciones en las que participaran de forma regular el Estado y las comunidades, la imagen de España estaría más reforzada cara al exterior y el Gobierno más legitimado internamente para introducir las difíciles reformas que ahora se requieren. Para no reducir gasto social, hay que disminuir otros tipos de gasto. Estoy pensando, por ejemplo, en la reforma de las estructuras administrativas, del Estado por supuesto, pero también de las comunidades y, sobre todo, de los municipios. Las cosas, sin embargo, parecen ir en un sentido contrario. Es el caso de Catalunya. Está a punto de aprobarse la ley de Veguerías, unas nuevas instancias político-administrativas que se añaden a los municipios, las comarcas, las provincias y las comunidades autónomas. Una barbaridad en cualquier caso, pero más todavía en momentos de disminución del gasto público: nuevos cargos, más edificios, aumento de funcionarios. ¿Tiene el Estado instrumentos para realizar una reforma administrativa adecuada a las necesidades actuales? No. Se escogió el camino equivocado de las reformas estatutarias en lugar del que estaba previsto: culminar el Estado de las autonomías como Estado federal. No estamos preparados para hacer frente a la crisis. Francesc de Carreras La Vanguardia (17.06.2010) |
lunes, 21 de junio de 2010
La crisis y las autonomías (Francesc de Carreras)
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