El 2 de mayo, se celebra el 136º aniversario del levantamiento del cerco que las tropas carlistas mantenían en torno a la Villa de Bilbao, cuya heroica defensa a lo largo de más de dos meses dio su origen a la Sociedad que me honra presidir. 136 años es mucho tiempo: dos guerras civiles, cinco generaciones, un amplio arco de experiencias históricas extendido desde el siglo XIX al XXI. Hoy acudo a esta tribuna de prensa, no a escribir un artículo de circunstancias, con panegíricos y un inventario de méritos: mi propósito consiste en hablar de cosas más cercanas, del paso del tiempo y su inevitable mudanza, de lo que se va y de lo que permanece.
Para hacernos una idea de lo que significan 136 años, piense el lector en esa extraña sensación que percibe cada vez que vuelve con su familia a casa después de las vacaciones. Dos calles levantadas, nuevos temas de discusión en el Ayuntamiento, algo diferente en la forma de vestir de los vecinos... Parece el mismo lugar pero no lo es: las aguas han corrido ría abajo mientras estábamos fuera. Y esto sólo sería un mes. Pensemos en una suma de cambios como éstos a lo largo de trece décadas, influyendo sobre la psique colectiva de miles de personas.
Con esta reflexión sobre el paso del tiempo quiero poner de manifiesto el problema que supone adaptarnos al cambio. Como presidenta de la Sociedad El Sitio, he de hablar de los postulados liberales. ¿Siguen éstos teniendo el mismo significado que en su época fundacional? ¿O han de adquirir un nuevo espíritu para ir en sintonía con los tiempos?
Bilbao ha sido una ciudad abierta al comercio y a las ideas, y por lo mismo escenario de un choque constante de alternativas: socialistas, nacionalistas, monárquicos, carlistas y un largo etcétera. Hace tiempo que el liberalismo dejó de ser militante. Hubo un primer momento en el que se combatió y se agitaron estandartes, tocaron los tambores, hombres probos y pacíficos desfilaron llevando al hombro unos fusiles que ni siquiera habían tenido tiempo de aprender a manejar. Culpa de ello tuvieron el ardor del momento y la extrema necesidad en época de guerra.
Hoy es otra la situación: hacer profesiones de fe carece de sentido. Sí lo tiene, por el contrario, buscar cauces de entendimiento y momentos para la tregua. Reconocer límites, hacerse cargo de que la posibilidad de victoria es una quimera, como prueba la sucesión de conflictos armados no resueltos de dos siglos a esta parte. De que todos hemos de convivir, de que los derechos de una persona terminan allí donde empiezan los de su prójimo. Se trata de fomentar un intercambio de pareceres en libertad, con la única limitación de que todo aquel que se considere digno de decir algo desde una tribuna cívica honorable ha de mantener un compromiso firme con la tolerancia y el respeto a los principios fundamentales del Estado de Derecho.
Mi crítica va dirigida no contra los partidos de nuestro ordenamiento, sino contra formas generales de actuar. La organización de mítines y ruedas de prensa con el único fin de exaltar méritos propios y denostar los del contrario son métodos típicos del pasado siglo XX -por algo lo llamaron el siglo de las ideologías-. En un mundo globalizado donde la política de prestigio cede paso a la seguridad colectiva y la cooperación internacional, cabe preguntarse no ya por la efectividad, sino por la pertinencia de unas estrategias de persuasión y amedrentamiento que ni siquiera llegaron a estar a la altura de la denominada era de las masas, con toda su barbarie y vulgaridad. Hoy no se trata de imponer una ideología para transformar el mundo, sino de crear marcos de convivencia abiertos en los que personas, partidos políticos y plataformas ciudadanas puedan llevar a cabo un intercambio constructivo de pareceres.
El monopolio de la razón no lo tiene nadie. Lo importante no es la conquista de unas posiciones en perjuicio de otras, sino contribuir al desarrollo de la Humanidad, sobre todo en los tiempos que nos ha tocado vivir, en que la principal amenaza para la civilización no procede de la naturaleza, sino de irresponsabilidades en la conducta humana. Se pasó el tiempo de civilizar al salvaje, tutelar mujeres y tratar al homosexual como si fuera un enfermo; también ha de quedar atrás aquél en que para convencer al vecino de la bondad de un punto de vista se le solía dar en la cabeza con el asta de una bandera. Ser liberal, hoy, aquí, consiste en abrigar el firme propósito de prolongar en nuestros espíritus el esfuerzo desplegado por los planificadores urbanísticos que desde hace años se dedican a cubrir de puentes y pasarelas nuestra histórica y emblemática Ría de Bilbao.
A algunos hablar de liberalismo y liberales en 2010 les parecerá como hablar de una de esas cosas rancias de antes, de abogados y veterinarios municipales. El liberalismo no es una ideología convencional con todo su aparato de dogmas y lugares comunes. Más bien se le podría comparar al compost que permite conservar sana y bien aireada la tierra del jardín. Está ahí aunque no lo veamos. Ahora mismo caminamos sobre él. ¿Quién inspiró las grandes reformas que hicieron posible el ascenso de la sociedad industrial moderna? ¿Quiénes ayudaron a crear un ordenamiento jurídico nuevo, nuestros sistemas monetarios, los códigos civiles y mercantiles, el sistema escolar y la medicina social? Estas contribuciones constituyen el legado de unos liberales para los que seguir aportando importa más que llamar la atención en tertulias radiofónicas. Éste, en suma, es el espíritu con el que celebramos, una vez más, nuestro 2 de mayo, la procesión cívica a Mallona y la entrega del Premio a las Libertades.
(María Dolores Azpiazu Canivell es presidenta de la Sociedad El Sitio)
María Dolores Azpiazu, EL CORREO, 1/5/2010
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