Al margen de su funcionalidad, las obras públicas de ingeniería civil combinan, peligrosamente, dos elementos: el primero, la creencia popular de que cuanto más, más grande y de última tecnología mejor (especialmente, cuando no se paga directamente por su uso); el segundo, la presencia de un agente decisorio político sin responsabilidad económica por los errores que comete. Puede que el político pague sus equivocaciones con una reducción de la probabilidad de reelección, pero la larga vida de las infraestructuras, la dificultad de imputar los errores a negligencia o mala suerte, y la buena prensa que tiene la inversión en grandes obras de ingeniería suelen protegerle de las consecuencias sociales de sus malas decisiones.
La favorable acogida social de asignar fondos públicos a la construcción de nuevas infraestructuras, o a la ampliación de las existentes, se amplifica cuando, como ocurre en la actualidad, la economía entra en recesión. Las políticas keynesianas consistentes en impulsar la demanda agregada mediante un aumento del gasto público gozan de popularidad, aunque no todos los economistas comparten el mismo entusiasmo.
En economía hay preguntas de fácil respuesta; por ejemplo, si debe existir una infraestructura de transporte que conecte Madrid con Barcelona. Otras preguntas son más difíciles de responder: ¿es suficiente una carretera, dos aeropuertos y una línea ferroviaria convencional o añadimos una línea ferroviaria de alta velocidad?
Las segundas preguntas las resuelven los agentes privados diariamente, no comprando la mejor casa de la ciudad, ni cambiando de vehículo cada vez que aparece un nuevo modelo. Saben que tienen que elegir, aunque les disguste hacerlo. La inversión pública sólo está justificada si los beneficios sociales superan los costes sociales, y este principio no hay por qué cambiarlo en épocas de crisis económica. Si se destina más dinero público a la construcción de infraestructuras, mejor hacerlo en aquellas con mayor valor social evitando los elefantes blancos; es decir, las obras de dudosa utilidad con altos costes de mantenimiento y operación que, con independencia de sus efectos inmediatos en el periodo de construcción, acaban convirtiéndose en una pesada carga para la sociedad.
En el caso de España, con una escasa práctica de evaluación de inversiones en las Administraciones públicas, separación entre quien decide y quien financia, y cierta inclinación a construir elefantes blancos, megaproyectos, frente a actuaciones más modestas pero socialmente más rentables, resulta especialmente útil recordar que elegir buenos proyectos de inversión pública contribuye al crecimiento económico a largo plazo y es compatible con el estímulo keynesiano de corto plazo. No parece razonable ignorar los principios económicos básicos de evaluación porque lo urgente sea impulsar la demanda agregada. Tiene más sentido concentrarse en la evaluación de los beneficios sociales de los proyectos concretos de infraestructuras evitando comprometer gasto público sin previamente examinar su impacto a medio y largo plazo sobre el bienestar social.
Comparar los beneficios y costes sociales esperados de los proyectos en infraestructuras de acuerdo con las mejores prácticas disponibles, evaluar las alternativas, incorporar a la iniciativa privada en su construcción y operación con contratos que repartan el riesgo de manera eficiente, identificar a los beneficiarios últimos para diseñar fórmulas imaginativas de financiación; y hacer públicos los informes de evaluación de los proyectos que aspiran a ser financiados es hoy una tarea ineludible.
¿Si las soluciones parecen tan sencillas, por qué no se aplican? Simplemente porque los incentivos existentes favorecen el despilfarro. No habrá solución si no se cambian los incentivos. El marco institucional actual hace que sea políticamente rentable invertir en malos proyectos. Gobiernos regionales que presionan por infraestructuras que jamás hubiesen construido con fondos propios, gobiernos nacionales que para maximizar la co-financiación supranacional promueven malos proyectos cuyo alto coste no es nada comparado con el proceso de expansión de elefantes blancos que por agravio comparativo se desencadenan en las comunidades autónomas. Sin un nuevo diseño institucional que haga políticamente rentable invertir en buenos proyectos seguiremos haciendo planes que no se cumplen, metodologías que no se aplican y artículos lamentándonos.
(Ginés de Rus es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria)
Ginés de Rus, EL PAÍS, 18/5/2010
jueves, 20 de mayo de 2010
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